lunes, 4 de enero de 2016

LA CRUZ DEL ALCAZAR DE BAEZA

 
 
Desde una alta tapia del alcázar de Baeza atisbaba don Gonzalo Ibáñez de Noboa, maestre de Calatrava, el camino de Castilla. Transcurrían lentos los días del asedio y la esperada nube de polvo que delatase la llegada de refuerzos no se dibujaba en el horizonte. Algunos caballeros empezaban a temer que el emisario hubiese sido interceptado o muerto antes de arribar a Castilla o que tal vez hubiese llegado pero el noble rey don Fernando no se encontrase en situación de socorrerlos.
 
Mientras tanto cada día llegaban a Baeza nuevas partidas de voluntarios que acudían belicosos para combatir a los cristianos del alcázar. Toda la comarca estaba ya en armas contra los intrusos a los que el cobarde rey al­Bayasi entregara la perla más preciada de los castillos musulmanes. Pero la providencia es justa y al-Bayasi había pagado su traición con la vida. Sus amotinados súbditos cordobeses enviaron ,se decía, su cabeza al rey de Sevilla, el mayor enemigo que tenía. Sin la complicidad de Al-Bayasi los cristianos serían muy pronto expulsados de al-Andalus. El primer paso iba a ser la recuperación del alcázar de Baeza.
 
La puerta del alcázar que daba a la ciudad había sido previsoramente tapiada por sus defensores. Los inquilinos de las casas vecinas a su muro habían sido trasladados a otro barrio. En medio de la desierta calle comenzaban a amontonarse las porquerías. En las ventanas cuyas flores se habían agostado por falta de riego, acechaban ahora expertos ballesteros que, de tarde en tarde, cruzaban sus furiosos virotes con los de los ballesteros del alcázar. En las terrazas vecinas, a prudente distancia, había siempre algarabía de mujeres y mozalbetes que subían con quitasoles a mirar las incidencias del asedio. Cuando divisaban a alguno de los cercados prorrumpían en gritos y le hacían gestos insultantes dando a entender las preocupantes cirugías de varón que iban a sufrir en cuanto el alcázar cayera en manos musulmanas. Líderes populares y juristas pasaban el día en el patio de la mezquita, sentados a la sombra de los naranjos, discutiendo los negocios de la guerra. Algunos voluntarios paraban en las plazas, orondos como pavos, luciendo viejas espadas en sus fundas de cobre frente a las espesas celosías de los gineceos. No había mucho que hacer aparte de esperar. Después de intentar dos asaltos, que los cristianos rechazaron sin dificultad y que costaron bastantes bajas a los baezanos, estos habían optado, juiciosamente, por rendir el alcázar por hambre y todas las trazas indicaban que aquello no tardaría en suceder.
 
Después del frugal condumio de aquel día, el maestre reunió a sus enflaquecidos adalides para estudiar la situación. Un hambrón que proponía empezar a sacrificar los caballos tuvo que sentarse de nuevo, fulminado por la mirada furibunda de don Gonzalo. “Antes nos comeremos a los peones”, pensó contestar el maestre, pero se contuvo pensando que los peones podrían oírlo.
 
Al final se impuso la razón. Era imposible mantener el alcázar sin vituallas y sin esperanza segura de obtenerlas. Ni siquiera estaban seguros de que en Castilla se supiesen noticias del apurado trance en que se encontraban. Cada día que pasaba robustecía la situación de los sitiadores y empeoraba la de los sitiados. En contra del parecer de don Gonzalo la asamblea decidió abandonar el alcázar y volver a Castilla aquella misma noche.
 
Era ya noche cerrada cuando, al amparo de las tinieblas, los caballeros abrieron un postigo que daba al campo y fueron saliendo con el mayor sigilo. Para ganar un tiempo precioso que les permitiese poner tierra por medio antes de que la muchedumbre de guerreros musulmanes reunida en Baeza descubriese la fuga y saliese a perseguirlos, los cristianos habían tenido la precaución de colocar al contrario las herraduras de todos sus caballos. De esta forma cuando amaneciese y se descubrieran las huellas de los fugitivos sobre el polvo de los caminos, daría la impresión de que los sitiados habían recibido refuerzos durante la noche.
 
Sigilosamente anduvieron los fugitivos durante una hora. Cuando remontaron el cerro de la Asomada, que era el último punto del camino de Castilla desde el que podían divisar Baeza, algunos volvieron la cabeza para contemplar la ciudad por última vez y, ¡Prodigio! sobre la puerta principal del alcázar parecía flotar una cruz que daba de sí gran lumbre y resplandor. Reconfortados los ánimos por esta maravilla que parecía atestiguar la protección divina, decidieron hasta los más recalcitrantes acatar el parecer del astuto Maestre y regresaron al alcázar dispuestos a defenderlo con renovados bríos.
 
Antes de emprender la vuelta desherraron de nuevo a los caballos y los herraron al derecho para reforzar la impresión de que tropas de refresco y vituallas habían llegado aquella noche de Castilla. Después de haber saqueado un par de alquerías que cogían de paso, regresaron, pues, a la fortaleza baezana y volvieron a guardar sus almenas.
 
Cuando amaneció y los moros tuvieron noticias de las tropas y refuerzos que habían entrado en el alcázar la noche anterior, desesperaron de poder expugnar aquella posición y determinaron desamparar la ciudad toda e irse a Úbeda. Con lágrimas en los ojos hicieron sus bultos y formaron la triste caravana camino del destierro. Baeza quedó ya definitivamente en poder de los conquistadores cristianos. 




JUAN ESLAVA GALÁN
Arjona (Jaén) 1948...
 

LA CRUZ EN EL ALCÁZAR DE BAEZA 

De su libro: LEYENDAS DE LOS CASTILLOS DE JAÉN

 (extraída de la “Historia Universal de la Infamia”, de Jorge Luis Borges.) 

 
 

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