Desde una
alta tapia del alcázar de Baeza atisbaba don Gonzalo Ibáñez de Noboa,
maestre de Calatrava, el camino de Castilla. Transcurrían lentos los días
del asedio y la esperada nube de polvo que delatase la llegada de refuerzos
no se dibujaba en el horizonte. Algunos caballeros empezaban a temer que el
emisario hubiese sido interceptado o muerto antes de arribar a Castilla o
que tal vez hubiese llegado pero el noble rey don Fernando no se encontrase
en situación de socorrerlos.
Mientras
tanto cada día llegaban a Baeza nuevas partidas de voluntarios que acudían
belicosos para combatir a los cristianos del alcázar. Toda la comarca estaba
ya en armas contra los intrusos a los que el cobarde rey alBayasi entregara
la perla más preciada de los castillos musulmanes. Pero la providencia es
justa y al-Bayasi había pagado su traición con la
vida. Sus amotinados súbditos cordobeses enviaron ,se decía, su cabeza al
rey de Sevilla, el mayor enemigo que tenía. Sin la complicidad de Al-Bayasi
los cristianos serían muy pronto expulsados de al-Andalus. El primer paso
iba a ser la recuperación del alcázar de Baeza.
La puerta
del alcázar que daba a la ciudad había sido previsoramente tapiada por sus
defensores. Los inquilinos de las casas vecinas a su muro habían sido
trasladados a otro barrio. En medio de la desierta calle comenzaban a
amontonarse las porquerías. En las ventanas cuyas flores se habían agostado
por falta de riego, acechaban ahora expertos ballesteros que, de tarde en
tarde, cruzaban sus furiosos virotes con los de los ballesteros del alcázar.
En las terrazas vecinas, a prudente distancia, había siempre algarabía de
mujeres y mozalbetes que subían con quitasoles a mirar las incidencias del
asedio. Cuando divisaban a alguno de los cercados prorrumpían en gritos y le
hacían gestos insultantes dando a entender las preocupantes cirugías de
varón que iban a sufrir en cuanto el alcázar cayera en manos musulmanas.
Líderes populares y juristas pasaban el día en el patio de la mezquita,
sentados a la sombra de los naranjos, discutiendo los negocios de la guerra.
Algunos voluntarios paraban en las plazas, orondos como pavos, luciendo
viejas espadas en sus fundas de cobre frente a las espesas celosías de los
gineceos. No había mucho que hacer aparte de esperar. Después de intentar
dos asaltos, que los cristianos rechazaron sin dificultad y que costaron
bastantes bajas a los baezanos, estos habían optado, juiciosamente, por
rendir el alcázar por hambre y todas las trazas indicaban que aquello no
tardaría en suceder.
Después del
frugal condumio de aquel día, el maestre reunió a sus enflaquecidos adalides
para estudiar la situación. Un hambrón que proponía empezar a sacrificar los
caballos tuvo que sentarse de nuevo, fulminado por la mirada furibunda de
don Gonzalo. “Antes nos comeremos a los peones”, pensó contestar el maestre,
pero se contuvo pensando que los peones podrían oírlo.
Al final se
impuso la razón. Era imposible mantener el alcázar sin vituallas y sin
esperanza segura de obtenerlas. Ni siquiera estaban seguros de que en
Castilla se supiesen noticias del apurado trance en que se encontraban. Cada
día que pasaba robustecía la situación de los sitiadores y empeoraba la de
los sitiados. En contra del parecer de don Gonzalo la asamblea decidió
abandonar el alcázar y volver a Castilla aquella misma noche.
Era ya
noche cerrada cuando, al amparo de las tinieblas, los caballeros abrieron un
postigo que daba al campo y fueron saliendo con el mayor sigilo. Para ganar
un tiempo precioso que les permitiese poner tierra por medio antes de que la
muchedumbre de guerreros musulmanes reunida en Baeza descubriese la fuga y
saliese a perseguirlos, los cristianos habían tenido la precaución de
colocar al contrario las herraduras de todos sus caballos. De esta forma
cuando amaneciese y se descubrieran las huellas de los fugitivos sobre el
polvo de los caminos, daría la impresión de que los sitiados habían recibido
refuerzos durante la noche.
Sigilosamente anduvieron los fugitivos durante una hora. Cuando remontaron
el cerro de la Asomada, que era el último punto del camino de Castilla desde
el que podían divisar Baeza, algunos volvieron la cabeza para contemplar la
ciudad por última vez y, ¡Prodigio! sobre la puerta principal del alcázar
parecía flotar una cruz que daba de sí gran lumbre y resplandor.
Reconfortados los ánimos por esta maravilla que parecía atestiguar la
protección divina, decidieron hasta los más recalcitrantes acatar
el parecer del astuto Maestre y regresaron al alcázar dispuestos a
defenderlo con renovados bríos.
Antes de
emprender la vuelta desherraron de nuevo a los caballos y los herraron al
derecho para reforzar la impresión de que tropas de refresco y vituallas
habían llegado aquella noche de Castilla. Después de haber saqueado un par
de alquerías que cogían de paso, regresaron, pues, a la fortaleza baezana y
volvieron a guardar sus almenas.
Cuando
amaneció y los moros tuvieron noticias de las tropas y refuerzos que habían
entrado en el alcázar la noche anterior, desesperaron de poder expugnar
aquella posición y determinaron desamparar la ciudad toda e irse a Úbeda.
Con lágrimas en los ojos hicieron sus bultos y formaron la triste caravana
camino del destierro. Baeza quedó ya definitivamente en poder de los
conquistadores cristianos.
JUAN ESLAVA
GALÁN
Arjona (Jaén) 1948...
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